miércoles, 12 de septiembre de 2012

EL CUARTO EN PENUMBRA


                                                                                                        
 Estando frente al espejo, dije amenazadoramente:

  Quiero ver como soy en el espejo con los ojos

   Cerrados.

   Richter



Estoy boca arriba, mirando  cómo las partículas de polvo pululan dentro de los haces de luz que las rendijas de la persianas filtran dentro del cuarto en penumbra. No hay forma que nada suceda en ningún momento. 

A pesar de estar atrapado en la cama, recordando, con la voluntad maniatada y el pavor mezclado con la sangre, nada hace el favor de detenerse. Ni el planeta que gira sobre su eje, metido en el universo que se hincha, lleno de lunas y planetas que resbalan sobre rieles invisibles, orbitando, ni el sonido cargado de bocinas, sirenas y voces del barrio que llegan desde la calle que a esta hora del medio día ablanda su alquitrán, convirtiéndose en una vena negra donde se cuecen las culebras, las ratas y los insectos de la ciudad que nunca duermen, veloces de patas, de alas, de anillos viscosos que se revuelven.El sentimiento de una tragedia próxima, nunca acabada de llegar, me anida en el pecho, como una lechuza negra que se infla y desinfla. 
Boca arriba, miro las siluetas de los muebles, deteniéndome en algún destello ocasional sobre cualquier objeto, a la manera del  ciervo paralizado que intuye  correr, pero que también sabe, desde el caldo de sus células, que quedara ahí por siempre, atrapado en la luz. Si sólo pudiera levantarme. Si pudiera detener el pensamiento, como un Buda satisfecho de nada, no sería el testigo de las imágenes irrumpiendo desde el magma de la memoria, arrancadas por el azar de una mente aboveda donde mora mi otro, que me quiere así, con los ojos para adentro, mirando otra vez aquella mañana diáfana, sintiendo el frescor temprano del rocío veraniego sobre el pasto del parque. 

Vestido de pantalones cortos blancos, soy un niño en vacaciones, feliz por adelantado.Camino por  la vereda de la plaza. Todavía no puedo saber que esta será la mañana prototípica, la de  más bella luz. La hierba está sembrada de brillos, los ruidos están  recién salidos de las cosas, el día nuevo del mundo promete lo indefinido, un indefinido que sabe bien, porque aún el dolor es algo concreto que se siente en el cuerpo y en la piel raspada.

Durante aquella mañana, aún, ignoraba cómo los metales, resignando su dureza, tomaban formas acabadas. Tampoco sabía de las ondas, ni de la electricidad, ni del vuelo de los aviones. El mundo, mi barrio, era un lugar en gran parte ignoto, en el que habitaba, como un extranjero recién llegado. Transitaba con extrañeza y algunas pocas preguntas,  respondidas,  pero insondables. Casi nada sabía, pero algo sí. Sin todas  las palabras, más bien con el molde vacío, con la huella, con el fantasma de las letras, abriéndose paso a borbotones en la ajustada conciencia.

Era una mañana única, pero yo presentía un rincón de tiniebla, embrollada en la claridad y un corazón agujereado en medio de la fiesta, del que manó aquella sangre color ciruela, vertida sobre la vereda, entreverada entre hojas de eucalipto y del periódico del día, oliendo a flores, a miel, y zumbada por los insectos del calor. 

Yo intuía que el horror andaba por ahí. De vez en cuando, oía pasar caballos negros sobre el adoquinado, sacudiendo sus penachos de luto, enmudeciendo a la gente, callando las risas, santiguando a algunos, dejándome a mí a  solas con la cosa en el fondo de un pozo a oscuras. Pero en aquella clara mañana sucedió algo más. Apoyado sobre el umbral de la casa, esperaba un hombre. Uno distinto a cuantos hasta entonces hubiese conocido. Tuve la sensación de que estaba tallado. Me miró sin curiosidad y sin la condescendencia a la que estaba habituado. Años después recordé su mirada, luego de entrar en el espacio visual de un tigre de Bengala. Pero hubo una diferencia. Para el animal saciado yo era una cosa más del entorno. Para el hombre tallado que portaba una placa y un revolver plateado, de empuñadura blanca, enganchado y mecido como una hamaca desde uno de sus dedos, yo era alguien, durante el mudo reconocimiento. Cuando le abrieron la puerta, entró. Yo tuve la impresión que no voltearía para verme. Y así fue. Otra vez.

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